29 de noviembre de 2013

El silencio mata. Un cuento sobre el SIDA

Raquel Collura – 4º EyG

A mediados de mil novecientos noventa y ocho pertenecía a un grupo humanista que funcionaba como una comunidad. Uno de sus miembros tenía un negocio en el centro y allí trabajábamos tres de nosotros, Héctor, Pachi y yo.
La amistad se hizo realmente fuerte. Con el paso del tiempo, Héctor y yo formamos pareja y Pachi encajaba justo como nuestro hermanito menor. Así llegamos al casamiento, luego los hijos, y nuestro hermanito pasó a ser “el tío Pachi”.
La vida de Pachi era bastante inestable y no contaba con la contención de su familia, cambiaba de novia rápidamente que nosotros no alcanzábamos a recordar sus nombres. En los períodos de soledad recurría a “novias de $20”, como él les decía. Habitualmente le aconsejábamos que dejase esa costumbre de lado ya que estaba arriesgando su salud.
Pasaron los años y Pachi sentó cabeza y conoció a Julia, una chica con un fuerte carácter y que lo quería muchísimo. Se casaron y tuvieron una hija.
No siempre las cosas se dan como uno espera, y no pasó mucho tiempo antes de que Julia necesitase algo más de adrenalina. Cambió de amistades, costumbres, y ya no se conformaba con la vida que llevaba.
Con el constante devenir de la pareja, las cosas se deterioraron rápidamente y el desinterés de Julia lo devolvieron a los brazos de “sus novias de $20”. Cada vez que peleaban, Pachi buscaba refugio en casa.
En una de sus separaciones de Julia, Pachi llegó a casa totalmente demacrado y extremadamente delgado. Ante mi gran preocupación, sólo respondía con evasivas… algo andaba muy mal y él no me lo contaba.
Los meses pasaban y cada vez que lo veía estaba peor, sus visitas eran más esporádicas, hasta que un día me confesó que tenía cáncer en el estómago y que lo iban a operar. Para ese entonces yo me había separado de Héctor y estaba en pareja con otro hombre, y fue tal mi sorpresa cuando los presenté porque resultó ser que ya se conocían e incluso habían compartido amistades y eventos en común. Otra vez éramos dos para apoyarlo y ayudarlo en lo que a su salud respectaba.
La cirugía salió bien pero Pachi estaba cambiando de médicos constantemente y sus comentarios con respecto a su salud seguían siendo imprecisos y algo me decía que no estaba bien, a pesar de que él trataba de convencerme de lo contrario.
Nuevamente se había separado y venía a casa, ya se había convertido en algo habitual. A veces, creo que se quedaba poco tiempo debido a que yo siempre le preguntaba por los detalles de su salud. Me ofrecí muchas veces para acompañarlo al médico y nunca aceptó, siempre había una buena excusa.
Al cabo de un par de años las complicaciones se sumaban y realmente ya no podía entender que de todos los médicos por lo que pasaba, ninguno pudiera darle una solución a algo de todo lo que lo aquejaba.
Una tarde sonó el teléfono y era Julia. Me dijo “Pachi murió… murió la semana pasada, lo velamos a cajón cerrado, se desangró en un baño público… no avisamos a nadie… no se si pueda perdonarlo”. Yo no salía del asombro ante tanta frialdad, y a la vez, me invadía un dolor espantoso acompañado de un gran vacío. Entonces Julia sigue con su relato, “cuando me dieron las carpetas médicas creí que estaba entendiendo mal y consulté con un médico; era justo lo que estaba entendiendo… Pachi, además de cáncer de estómago, tenía VIH… No puedo entender tanta maldad, me están haciendo mil estudios, bla bla bla”.
Yo ya no entendía lo que Julia decía, era como si se me hubiese congelado el alma y sólo atiné a darme vuelta y mirar a mis hijas. Esas niñas que vivían saltando sobre el tío Pachi, y a las que él no me permitió proteger por no ser sincero conmigo y ocultarme lo que pasaba.
Una a una fueron pasando por mi mente las precauciones que hubiese tomado de haberlo sabido.




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